EN MI caserío Astobieta teníamos flores de muchas variedades, pero cuál fue mi sorpresa cuando Iratxe, una de las primeras veces que vino, se quedó pasmada ante una flor en la que yo no me había fijado en mi vida.
—Esa flor —me dijo abriendo mucho los ojos—, ¿cómo se llama esa flor?
—¿Esa? —le dije yo, flipando—. Esa… esa es la flor del calabacín, Iratxe.
Es como fijarse en las flores del cardo, que también son bonitas, por cierto. Como los calabacines se siembran con un objetivo alimenticio evidente, nadie se fija en sus flores de amarillo vivísimo que a veces lindan con el anaranjado, flores que luego frutecerán en lozanos calabacines. Hasta que llega la Iratxe de turno, el asterisco que aparece entre un millón de asteriscos, el Stradivarius de las mujeres, y le encuentra la belleza que realmente tiene y que nadie osaba decir porque… ¡cómo vas a elogiar a las flores del calabacín!
Me he acordado hoy de esta historia, no sé por qué. No se fijó de mi caserío ni en las rosas ni en los claveles ni en las calas ni en los geranios ni en los gladiolos: solo se maravilló ante la señora flor del calabacín.