El Jardín Botánico


Entre el gris de los geranios y un trébol de gorriones, 
en la línea recta que va de Lauros a Basauri,
bajo robles y encinas, perales y manzanos
que no siempre están en flor,
allí conocí a Iratxe y su boca sin calendario.
Todo fue así, tal como digo,
pero como ya era entonces un proyecto de poeta,
quise ponerle en verso la amplitud de mis sentimientos,
y leídas en las grandes páginas de la poesía universal
las palabras excelsas que usaron sus genios,
pronto me olvidé de aquellos nombres,
pues me parecían
demasiado simples,
demasiado pobres,
demasiado claros,
y halladas en los libros las palabras
(nunca sabidas por mí hasta entonces)
de rododendro, meliloto y aladierno,
los pájaros
(cuyos nombres no conocía)
como la oropéndola o el aguanieves,
los lugares
(a los que nunca he ido)
como Olimpia, Arcadia o Samotracia,
las mujeres
(ya olvidadas)
como Tisbe, Perséfone o Deyanira,
elegí estos para referirme a aquellos
y en lugar de escribir, por ejemplo,

Iratxe camina entre los ciruelos de Lauros...

escribía:

Deyanira vaga entre los rododendros de Samotracia...,

sin saber qué mujer pudiera ser Deyanira
(nunca conocí ninguna)
qué planta, árbol o arbusto sea un rododendro
(pero es tan bella, la palabra)
qué lugar Samotracia
(suave, elegante, perfecto).

Pero un día,
caminando por el Paseo de El Prado,
me dio por entrar en el Jardín Botánico,
y cuando vi por vez primera
lo que en verdad era
un aladierno,
lo que era
un rododendro,
lo que era un meliloto,
quedé muy confundido:
no, la realidad no confirmaba
la belleza de sus nombres.

Desde entonces, ay, desde entonces.
Ya no quiero Deyaniras sino Iratxes.
Ya no quiero oropéndolas sino gorriones.
Ya no quiero rododendros
sino los manzanos de Lauros,
aunque no siempre estén en flor.